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noviembre 2015

El Cuento del Antepasado

Este gif, parece estar inspirado en el libro de Richard Dawkins, “El cuento del antepasado”

Wallace y Darwin: un pacto por la Evolución

El aniversario de la teoría de la evolución suele celebrarse el 24 de noviembre, día en el que Darwin publicó su libro “El origen de las especies” (1859). Sin embargo, esta visión de la historia obvia una fecha aún más importante para entender cómo se gestó la teoría de la evolución. El 1 de julio de 1858, en la Sociedad Linneana de Londres se presentó un resumen de una teoría de la selección natural; sus autores eran Charles Darwin y Alfred Russel Wallace, y con ella explicaban la evolución de las especies. Ese día nacieron la biología y el evolucionismo modernos.
La evolución no fue una ocurrencia genial y solitaria de Darwin. La idea llevaba casi un siglo flotando en el ambiente científico. Linneo, Lamark, Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y otros grandes científicos habían teorizado acerca de lo que por entonces se llamaba transmutación de las especies. Pero la sociedad victoriana rechazaba esa y otras ideas revolucionarias, que sugerían explicaciones no teológicas para la disposición de los continentes, la naturaleza del intelecto humano o los orígenes mismos de la vida.
Retrato de Charles Darwin (alrededor de 1859). Crédito: Maull and Fox
A la conclusión de su célebre viaje en el Beagle, en octubre de 1836, el joven Charles Darwin (1809-1882) fue acogido por esa élite científica victoriana. Por aquel entonces ya tenía bastante clara su teoría de la evolución, y sabía las ampollas que levantaría. Ese temor fue una de las claves que retrasó la publicación de la teoría. Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que en junio de 1858, un Darwin ya en la madurez recibió una carta de Alfred Russel Wallace (1823-1913). Aquel joven, que estaba en medio de una expedición naturalista en el archipiélago malayo, había llegado de manera independiente a la misma conclusión: la selección natural como mecanismo que determina la adaptación y especiación de los seres vivos, al margen de la influencia divina. Un Wallace, humilde y casi ingenuo escribió a Darwin entonces para que le diera su opinión y, si lo veía pertinente, enviara el resumen de sus ideas al eminente geólogo Charles Lyell.
Darwin, hasta entonces reticente a publicar su teoría, se decidió a hacerlo. Así, él y su círculo de científicos allegados organizaron un documento conjunto para ser leído en la siguiente reunión de la Sociedad Linneana, aunque ninguno de los dos pudo asistir. Wallace estaba todavía en Malasia y Darwin estaba de luto, por la muerte de su hijo de 19 meses de edad tan solo tres días antes.}
Retrato de Alfred Russel Wallace (alrededor de 1863). Crédito: National Portrait Gallery
Aquél día marca un antes y un después en la historia de la biología. Pero el artículo conjunto de Darwin y Wallace no causó una sensación inmediata. El propio Wallace se enteró de ello mucho después, cuando “El origen de las especies” ya había sido publicado y se había desatado el esperado escándalo. Pero lejos de considerar que el más famoso y veterano naturalista se había apropiado de su idea, Wallace fue uno de los grandes defensores de las ideas de Darwin. Tanto es así que en los años 1930, cuando resurgieron las ideas de la evolución con la fuerza que hoy poseen, “Darwinismo” (1889) escrito por el propio Wallace era la versión más reciente y completa escrita sobre el evolucionismo y el título de referencia.
Las circunstancias de la época y la idiosincrasia personal de cada uno hicieron que Darwin pasara a la historia por la puerta grande y que, en cambio, el nombre de Alfred Russel Wallace no figure en los libros de primaria, ni en placas en calles, parques y plazas. No, por lo menos, hasta el día de hoy.
Es archiconocido cómo Charles Darwin intuyó la idea de la selección natural tras examinar las diferentes especies de pinzones de las islas Galápagos, recogidos en una escala del viaje del Beagle. Reivindicamos aquí a Wallace, contando cómo llegó por su cuenta a la misma idea:
Con la excusa de la recolección de especímenes para los coleccionistas de Inglaterra, Wallace pasó 8 años en lo que sería uno de los mayores viajes de descubrimiento del siglo XIX. Primero dio cuenta de las extrañas subespecies de origen asiático de las islas más occidentales del archipiélago malayo; luego, de su ausencia en las islas orientales, donde sin embargo aparecen extrañas especies de origen australiano. Intuyó así dos familias de animales pertenecientes a dos continentes bien diferenciados separados por fosas marinas (la llamada línea de Wallace) que, de hecho estuvieron en su día unidos a lo que ahora son cientos de islas aisladas. Intuyó también que este aislamiento había diferenciado a las especies. Y además, ante la inmensa cantidad de estas catalogadas, observó una continuidad entre todas ellas, un parentesco. Dedujo así no solo una teoría de la evolución, sino los mecanismos y efectos que la rigen y, lo que es más, la enmarcó dentro de una nueva manera de entender la geografía: Wallace es el padre de la biogeografía. Y eso nadie se lo disputa.
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“Se discute la teoría de la evolución por ignorancia”, entrevista a Francisco José Ayala

Licenciado en Teología y en Física, tras colgar el hábito se marchó en 1961 a Estados Unidos para estudiar con Theodosius Dobzhansky, uno de los genetistas más relevantes de la época y del que fue íntimo amigo (“murió en mi coche, camino del hospital”). Hoy, Francisco José Ayala dirige el departamento de Biología Evolutiva de la Universidad de California (Irvine). Y sus contribuciones han sido clave, entre otras cosas, para entender el llamado reloj molecular, el mecanismo biológico que permite comprobar lo alejadas que están dos especies.
Usted cursó el bachillerato en el Madrid de los años cuarenta, en el colegio de los escolapios, y decidió estudiar Teología con los dominicos en Salamanca. ¿Cómo se llega desde ahí hasta la Física? En realidad no llego de una a otra, las hice al mismo tiempo. Tenía interés en la religión, así que entré en los dominicos, en Salamanca, pero al mismo tiempo estaba matriculado por libre en Físicas en la Complutense.
Pero terminó como biólogo. Entonces ocurrió una cosa interesante y decisiva en mi vida: en primero de carrera tenía una asignatura de Biología y había que hacer prácticas. Encontré en Salamanca a un profesor de Genética, Fernando Galán, que estaba dispuesto a que yo hiciera las prácticas en su laboratorio. Y allí, investigando con la Drosophila [la mosca del vinagre], me aficioné a la genética. También por entonces leí a Teilhard de Chardin, con lo que me interesé en la evolución, aunque hoy creo que aquello, más que ciencia, era poesía, literatura.
Y entonces abandonó la orden. Sí, lo había decidido antes, pero me convencieron para que terminara la licenciatura en Teología, me ordenara sacerdote y luego ya veríamos. Supongo que pensaban que me quedaría, pero, tras licenciarme y ordenarme, me fui. Había decidido que quería hacer un doctorado en Biología.
¿Es impertinente preguntar si cree o no en Dios? No, no lo es, pero no respondo nunca. Si dijera que sí, algunos dirían: “Claro, por eso dice lo que dice”. Si respondo que no, lo mismo, así que prefiero no responder.
¿Cómo llegó a estudiar con Theodosius Dobzhansky, el genetista más influyente del mundo en ese momento? Gracias a Fernando Galán, el profesor que me había dejado hacer experimentos en su laboratorio, y a su maestro, Antonio de Zulueta, que me convencieron de que saliera de España para hacer el doctorado. Zulueta, el genetista más importante de España en los años treinta, había estudiado en California con Thomas H. Morgan, que era entonces el más reconocido del mundo, y en su laboratorio había coincidido con Dobzhansky y se habían hecho amigos. Zulueta le escribió para que me aceptara como estudiante de doctorado y aceptó incluso antes de saber el tema. Se fiaba mucho de Zulueta. Así llegué a Estados Unidos en 1961.
¿Fue ya con la idea de quedarse o de volver? Yo tenía intención de hacer el doctorado y volver, pero Dobzhansky me ofreció, al terminar el doctorado en la Universidad de Columbia, en 1964, que me fuera con él a la Universidad Rockefeller, donde acababan de darle un puesto. La Universidad Rockefeller tenía entonces 250 profesores, entre ellos 12 premios Nobel, y 50 alumnos. No era comparable con España, era de una distinción fabulosa. Primero me ofrecieron un contrato como posdoctoral y luego me buscaron una plaza de profesor ayudante.
Y de ahí marchó a la Universidad Davis, en California. Sí, en 1970. Para entonces ya me había casado, tenía un hijo y esperábamos otro, y buscamos un sitio mejor para educarlos, porque en aquella parte de Nueva York –yo vivía en la calle 59, junto a Central Park– no había colegios adecuados. Entonces me ofrecieron, sin pedirlo –en eso he tenido mucha suerte, siempre me han llegado las cosas sin buscarlas–, un laboratorio en Davis, donde estaban montando un gran centro de genética de poblaciones, algo que me interesaba mucho. Davis era el sitio ideal para vivir con los niños, así que nos trasladamos. Era una ciudad muy aburrida, lo sigue siendo; teníamos que ir a San Francisco para ir a cenar a un buen restaurante o a la ópera.
Y allí también se fue con Dobzhansky. Justo entonces Dobzhansky se jubilaba, porque era obligatorio hacerlo a los 70, afortunadamente ya no, así que dije que muy bien, que iba, pero que llevaba de adjunto a Dobzhansky, de quien para entonces era muy amigo. Nunca me ha querido nadie en el mundo tanto como allí cuando dije eso, que llevaba a la persona más distinguida en el campo de genética de la evolución. Cinco años después Dobzhansky murió en mi coche, mientras le llevaba al hospital tras un ataque al corazón.
Además de investigar y publicar mucho, usted ha formado parte de muchos comités, incluso ha presidido la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, la unión de científicos más importante del mundo.También empecé en eso con Dobzhansky, que odiaba la burocracia y los papeles, mientras que a mí también me ha interesado la administración de la investigación. Relativamente joven, a los cuarenta y pocos, me eligieron para formar parte de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, cuando allí no había muchos expertos en evolución. Cuando los chicos ya se fueron a otras universidades, nos mudamos a la de Irvine, en California, donde sigo en la actualidad, porque me atraía la gestión y la idea de crear un departamento desde cero.
Desde la Academia de Ciencias participó en el comienzo del Proyecto Genoma Humano. Más o menos entonces me habían elegido miembro de la Academia Nacional de Ciencias, con unos 45 años, muy joven para lo habitual, probablemente porque no había muchos evolucionistas. Yo empecé a desempeñar un papel importante al ser el director de la sección de Biología. La Academia hace muchos informes por encargo del Gobierno, de quien es asesor desde los tiempos en que se creó, con Lincoln. Cada año se publican entre 150 y 200 estudios, y son de todo tipo. Una de las cosas que se plantearon fue secuenciar el genoma, pero no sabíamos cómo hacerlo. A mediados de los ochenta empezó a haber métodos de secuenciación y se pensó en hacerlo, y se preguntó a la Academia si se debía hacer, y nuestro comité dijo que sí, que se hiciera. Se calculó que se tardarían 15 años y que costaría unos 3.000 millones de dólares. Luego se terminó dos años antes y con menor coste.
¿Hubo exceso de optimismo con el proyecto pensando que serviría para curar todo? Sí, cierta ingenuidad. Se decía que, al tener el genoma secuenciado, sabríamos lo que somos. Yo ya lo criticaba, la persona es más que eso. Hemos aprendido algunos párrafos aquí o allí, alguna palabra. Tenemos 500 volúmenes del tamaño del Quijote, pero no entendemos el idioma aunque conozcamos las letras.
De hecho se anunció con gran bombo que se había descifrado y no sabíamos cuántos genes había. Y no lo sabemos todavía.
¿No hubo un exceso de operación de relaciones públicas, lo que generó demasiadas expectativas? Sí, lo hubo, y en cierto sentido no es malo, permite generar fondos y puestos de investigación. Y quizá en ciertos niveles sí se generaron esas expectativas excesivas, pero se cumplieron en otros.
El premio Nobel James Watson, quien junto a Crick propuso en 1953 la estructura de doble hélice para la molécula del ADN, alentaba esas expectativas. Yo escribí también entonces contra Watson y otros optimistas, aunque tenían menos imagen pública. Lo que pasó como resultado de la investigación del genoma, que ni yo ni nadie anticipamos, es que contribuyó a generar unas tecnologías que ahora nos permiten manipular el ADN y hacer muchas otras cosas. Hoy día podemos secuenciar el genoma de un individuo en una semana por unos 10.000 dólares.
¿Tiene alguna utilidad esa secuenciación? Creo que se hace mayoritariamente por vanidad, por decir “tengo mi genoma secuenciado”. A veces sí es útil para buscar algún defecto hereditario serio, pero para eso no hace falta secuenciar todo el genoma, solo la zona en la que se sabe que estarían esos genes.
¿Cómo van los avances en terapia? La terapia es otra cosa, pero para algunas enfermedades ya hay, como para la corea de Huntington [una enfermedad neurológica grave], que no se manifiesta hasta los 40 o 45 años, pero que se puede conocer y tratar de antemano. Otras enfermedades, como la fenilcetonuria, también se tratan bien, aunque con terapias convencionales. Y hay un caso interesante, la anemia falciforme, que afecta a los glóbulos rojos y puede ser letal si la tienen los dos progenitores y se hereda de ambos, pero que protege contra la malaria si se tiene solo uno de los genes. Se puede tratar extrayendo células madre de la espina dorsal e introduciendo en ellas el gen sano con la tecnología que ahora tenemos y reimplantándolas en el individuo. Conseguimos éxito en suficientes células como para que muchos glóbulos rojos sean normales y el individuo pueda sobrevivir.
¿Y la curación en células germinales? Eso sería lo ideal, corregir el problema en las células germinales, en los óvulos y en el esperma. Si se corrige ahí, lo engendrado no tiene el defecto, pero no tenemos la técnica todavía. Se tendrá en 4, 10, 20 años…, no se sabe cuándo, pero llegará.
Desde hace bastante, la evolución es una teoría más allá de toda duda. ¿Por qué sigue siendo tan discutida? Por prejuicios e ignorancia. Hay estadísticas chocantes que dicen que si se coge a un grupo de una iglesia y se les pregunta si aceptan la evolución, el 70% u 80% dicen que no; y si se hace la prueba de decirles que hay evidencia científica contundente de que es un hecho, todavía un 50% responde que no, porque creen que va contra su fe religiosa. Y no tiene por qué ir.
¿Fue una cura de humildad saber que solo tenemos 20.000 genes, poco más del doble que un gusano? Eso fue una sorpresa para mucha gente. Primero se pensó que teníamos millones de genes; luego, que unos 50.000, y ahora se cree que unos 20.000. Sabemos que hay parte de genoma que desempeña un papel en la herencia aunque no esté codificando proteínas. Si se quiere llamar humildad, puede ser. Ahora entendemos que es más complejo de lo que se pensaba.
¿Qué nos falta por saber? Más de lo que nos faltaba hace 50 años. El conocimiento científico es como una isla y ahí está todo lo que sabemos. El océano es lo que no sabemos; y no podemos preguntarle al océano, solo podemos investigar en la orilla, en los bordes de la isla. Si aumenta el perímetro de la isla, aumenta el conocimiento, pero también lo que no sabemos. Podemos hacer más preguntas, así que hay más cosas que no sabemos.
Usted atribuye un papel importante en la evolución humana de la inteligencia a la ovulación críptica, es decir, a que no sea evidente cuándo las mujeres son fértiles. ¿Por qué? Creo que la formación de sociedades complejas se debe, a mi juicio, además de a otros factores, a la ovulación críptica. Cuando una chimpancé o una gorila tienen el estro, los órganos genitales se hinchan y adquieren un color vivo, anuncia “soy fértil”. Entonces el macho se aparea y luego se va a buscar a otra hembra, porque es lo mejor desde el punto de vista evolutivo. Si no se sabe cuándo se produce la ovulación, eso da lugar a la familia nuclear, en la que el macho se queda porque no está seguro de haber fertilizado con sus genes a la hembra, y es el origen de la vida social. Estructuras sociales más y más complejas que requieren también más inteligencia.
¿Qué opina de las teorías del primatólogo Frans de Waal y otros sobre la moralidad como una característica biológica anterior y común en los primates? De Waal no se cree mucho de lo que dice, me parece. Sus experimentos no están bien hechos, y otros experimentos parecidos han dado otros resultados. No hay moral animal, porque para que haya moral, uno tiene que anticipar las consecuencias de los actos. Ser moral es juzgar una acción como buena o mala, y eso solo se puede hacer en función de las consecuencias. Apretar el gatillo es una acción moral solo si sé que la bala matará a mi enemigo. No hay moralidad animal, en esto soy muy extremo, como tampoco creo que los animales tengan conciencia de que existen como individuos.
¿Qué opina de la clonación humana? No se podrá nunca clonar a personas. Se pueden clonar los genes, pero siempre será una persona distinta; para que saliera Francisco Ayala de nuevo habría que poner los genes en un óvulo fecundado en el seno de mi madre y tendría que tener las mismas experiencias, amigos, colegios y todo igual que yo. La persona es la consecuencia de todas las experiencias, no solo los genes. Pero el antideterminismo extremo, decir que los genes no hacen nada, también es erróneo.
Usted ve España desde lejos y desde cerca. ¿Qué opina de la política científica que se hace en nuestro país? La política científica actual en España es un desastre. La ciencia, cuando yo era estudiante, estaba muy mal y cambió mucho tras el Gobierno socialista, lo digo porque fue como fue: la manera de pensar de ese Gobierno era más procientífica. La producción científica aumentó en la década de los ochenta: en revistas de primera categoría, por un factor de cinco, y el número de citas en artículos, un 17%. Parte de lo que pasó es que la inversión entonces creció del 0,45% a cerca del 1% para el año 1989. En ese momento se pretendía llegar al 2%, pero luego hay una crisis económica, un cambio de Gobierno, y España se queda en el 1%. Subió al 1,4% y ha bajado de nuevo, así que estamos donde estábamos en 1989 y muy por debajo de la media europea y de los países más avanzados.
¿Cómo podemos cambiar el paso para hacer cierto eso del cambio de modelo? No hay convicción ni en el público ni en las personas de gobierno, los legisladores. No hay convicción de que la ciencia paga. Cuando George W. Bush quiso cortar el presupuesto de ciencia, los de su partido le dijeron que no. Se sabe que el 50% del aumento económico de Estados Unidos desde la guerra mundial se debe a descubrimientos científicos hechos tras la guerra. Eso allí se entiende y aquí no.
Este año ya ha publicado dos nuevos libros en España. ¿Qué importancia le concede al papel de los investigadores como divulgadores? Hay tres más en camino. Unos científicos tienen que hacer ciencia; otros, enseñar en las escuelas, y otros, trabajar en divulgación. Pero en este sentido los periodistas son más importantes porque pueden desempeñar el papel clave. La prensa española publica muy poco sobre ciencia.

Se ha levantado (en España) una polémica a causa de un niño enfermo de difteria al que sus padres no quisieron vacunar y finalmente ha fallecido. ¿Qué le parece? Tan anticientífico como ir contra la evolución por creer en Adán y Eva. Una barbaridad. Si se empieza a dejar de aplicar vacunas, habrá tremendas epidemias. Si no hubiera vacunas, las personas vivirían en promedio 30 años menos. La prueba de las vacunas es tan convincente y definitiva que es absurdo que haya gente inteligente que lo niegue, y los que lo niegan es porque no se han tomado la molestia de saber qué son.

Las curiosas ilustraciones que decoran el manuscrito de El Origen de las Especies

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Un pez con paraguas haciendo un “photobom” – Foto: Cortesía del Museo de Historia Natural de Nueva York y la Universidad de Cambridge
Un pez con paraguas y soldados montados sobre zanahorias y berenjenas son algunos de los dibujos que los hijos de Darwin pintaron en las páginas de “El origen de las especies”. El Museo de Historia Natural de Nueva York ha digitalizado estos curiosos garabatos incluidos entre las 45 hojas que se conservan del manuscrito original de la obra.
“Las hadas de la montaña” cuenta la historia de Polytax y Short Shanks, dos criaturas fantásticas que responden a la denominación del título. Ambas han perdido sus alas porque otra de su misma clase, pero de carácter malvado, se las ha cortado, y viajan de la luna al sol a través de un rayo de luz.
En la estrella, los dos personajes se encuentran con diferentes animales y plantas que se han adaptado a su entorno con peculiares características: “Los árboles no tienen hojas porque hace demasiado calor. Los pájaros tienen pelo en vez de plumas. Las flores tienen plumas en vez de pétalos y dentro de sus flores había pequeñas caras sonrientes”. Así describe uno de los hijos de Charles Darwin el escenario salido de su imaginación.
La historia no forma parte de un libro de relatos infantiles, sino que se incluye entre las hojas del manuscrito original de “El origen de las especies” (1859), la obra más conocida del científico inglés.
Cortesía del Museo de Historia Natural de Nueva York y la Universidad de Cambridge
Gran parte de este y otros trabajos que Darwin elaboró entre 1835 y 1882 (el tiempo que tardó en dilucidar su teoría de la evolución) están disponibles en formato digital en la web del Proyecto de los Manuscritos de Darwin.
La iniciativa, lanzada a finales del año pasado, es un esfuerzo conjunto del Museo de Historia Natural de Nueva York y la Universidad de Cambridge, en cuya biblioteca se encuentran los documentos en papel. Actualmente, la colección digital cuenta con 96.000 páginas, de las 600 que engloban “Sobre el origen de las especies” en su versión original, solo se conservan 45.
Además del primer garabato darwiniano del árbol de la vida, el manuscrito alberga en el reverso de algunas de sus hojas otros bocetos únicos: los de sus hijos. Junto con ellos, en esta especie de “cara B” infantil se encuentran también historias fantásticas como la que da comienzo al artículo y que suman un total de 111 imágenes y notas diseminadas entre los apuntes.
Cortesía del Museo de Historia Natural de Nueva York y la Universidad de Cambridge
Las pinturas y cuentos corresponden a principios de la década de 1840. En 1842, seis años después de volver de su viaje a bordo del HMS Beagle, Darwin se mudaba con su esposa Emma y sus dos retoños a una casa (conocida como Down House) en la campiña inglesa.
Allí, el naturalista terminó el libro que ha marcado un antes y un después en la biología: “El origen de las especies mediante la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha de la vida”, como reza el título original. En su nuevo hogar tuvieron también al resto de su descendencia: Emma dio a luz a diez hijos en total, aunque solo siete llegaron a la edad adulta.
Por aquel entonces, el papel no era un bien tan accesible como ahora, así que una vez enviada una copia del manuscrito a su editor, Darwin convirtió las páginas originales en hojas “en sucio” donde los pequeños podían pintar a sus anchas.
Cortesía del Museo de Historia Natural de Nueva York y la Universidad de Cambridge
En la sección dedicada a “La batalla entre frutas y verduras” se incluyen representaciones de soldados a pie o cabalgando sobre zanahorias y berenjenas. También trazaban y coloreaban la silueta de pájaros y mariposas y simpáticos peces con paraguas.
Los dibujos están hechos con lápices, tinta y acuarelas y representan mundos reales y ficticios, muchas veces relacionados con el trabajo de su padre. No en vano Darwin les permitía participar en sus investigaciones, recolectando para él insectos y plantas.

No se sabe con certeza cuáles de sus hijos fueron los artistas, pero al menos tres de ellos firman algunas de las obras: Francis, que se convirtió posteriormente en botánico, George, futuro matemático y astrónomo, y Horacio, que llegó a ser ingeniero. Un legado pictórico, reflejo de la cara más humana y familiar de Darwin, que también merece la pena conservar.

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